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suficientemente grande y veloz para arrojarse a sus pies.
El primer sol le dijo que la tortura del amor sólo se alivia con una pócima hecha a base
de locura, autoestima y venganza en forma de emplasto aplicado con brutalidad sobre la
herida, que está sobre la nuca, no en el corazón como todo el mundo cree. Se lo dijeron los
primeros rayos del sol de aquel viernes de finales de mayo y a continuación le enseñaron el
remedio, le mostraron el camino: desayunó como si no fuese a volver a alimentarse en los
tres días siguientes, pasó por el ambulatorio de la Seguridad Social para que le hiciesen una
nueva cura en el mentón, que se había teñido de vino, y se fue al estudio a esperar la llegada
de Damià pensando sólo en él, en el puñetazo que le había dado la tarde anterior y en la
pócima de la que le habían hablado los primeros rayos del sol.
Cuando poco después de las ocho abrió la puerta de la oficina y dio los buenos días,
ignorando cómo iban a ser realmente, Andrea se acercó a él y dibujó en el aire con el teclado
del ordenador un arco tan perfecto que cuando se estrelló contra su cabeza se pudieron oír
dos aullidos, el suyo y el de Andrea: el suyo dolorido, que le arrebató la consciencia y lo
dejó tendido en medio de un charco de sangre, en el vestíbulo; y el de Andrea rabioso, al
intentar romperle el teclado en la cabeza. Se quedó contemplando su obra y sintió la
satisfacción íntima de saber que ese cerdo no volvería a ponerle la mano encima, que por lo
menos se lo pensaría antes de volver a hacerlo. Y después, sin esperar a que llegasen Mercè
y Elena, salió de allí.
El dolor es una sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa
interior o exterior, y también un sentimiento de pena y congoja. Si era cierta la definición,
Andrea sufría el doble dolor, el exterior del cuerpo y el interior de la congoja del alma. Le
dolía la cara de un modo agudo, pero su intensidad no era nada en comparación con el
dolor que le sacudía latigazos continuos por la pérdida de Carmen; uno era una punzada
abierta como una herida de navaja, y el otro un suplicio sordo como un dolor de muelas. No
sabía qué hacer: era imposible volver al estudio y tampoco se atrevió a ir a donde trabajaba
ella. No sabría cómo mirarla.
Andrea pasó la mañana en el puerto, yendo de acá para allá, paseando por la orilla del
mar y entrando y saliendo de bares que a esas horas estaban desiertos. Por la cabeza no le
pasaron ideas, sólo sentimientos, y todos la declaraban culpable. Incapaz de pensar, notó
que las piernas se movían solas llevándola sin instrucciones, y jugó a las máquinas sólo para
ver las bolas metálicas mientras bajaban entre un tintineo de luces y sonidos como
parpadeos y guiños, con la intención de crear a su alrededor algo vivo en continuo
movimiento que contrastara con la muerte interior que crecía en sus pulmones, en su
estómago y en su vientre encogiéndole las entrañas y doblándole el espinazo,
empequeñeciéndola, debilitándola, resquebrajando la solidez que alguna vez debió de tener
pero cuya materia desconocía ahora. Fue una mañana de soledad y disminución: a cada
hora que pasaba se sentía más pequeña y débil, a cada minuto más cobarde y cada segundo
estaba más angustiada. Si había logrado pasar días enteros sin ver a Carmen sabiendo que
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estaba a su lado era porque la esperanza la alimentaba; pero
¿cómo iba a sobrevivir siquiera una noche sabiendo que nunca más volvería junto a ella? No
podía pensar, pero sabía que se estaba muriendo y que nada le importaba hacerlo si ella no
acudía a rescatarla. No podía pensar, sólo sentir, y cuanto más tiempo pasaba menos
pensamientos podía encadenar y más fuerte era la angustia que sentía. De seguir así, para la
hora de comer ya habría desfallecido. No lo pensaba, lo veía, y lo curioso era que esa visión
no le producía ningún temor.
A los catorce o quince años, Andrea quedó atrapada en un ascensor cuando se fue la
luz y tardó media hora en volver. En la cabina estaba sola, suspendida entre los pisos quinto
y sexto, y no quiso llamar a nadie ni tampoco pulsar el timbre de alarma porque pensó que
estando allí, fuera del mundo, no tenía nada que temer, nadie podía hacerle daño ni
preguntas difíciles de contestar. Y deseó que el apagón durase mucho, cuanto más mejor, así
podría disfrutar de la soledad, estar a solas consigo misma, no necesitaría fingir, ni
aparentar, ni disimular, ni hablar o guardar silencio según unas normas que desconocía
porque nadie se las había enseñado. Fue la primera vez que se sintió libre y también la
primera que se masturbó. Y la primera que vio su imagen reflejada en un espejo borroso que
devolvía una silueta abstracta de mujer y le pareció que el cuerpo femenino era hermoso,
que deseaba encontrar un cuerpo bello de mujer para acariciarlo y entregarse a él. A los
catorce o quince años descubrió el cuerpo de la mujer y la excitó imaginarlo desnudo en la
cabina atorada de un ascensor. Ahora, antes de doblar aquella edad, se encontraba atrapada
en la luminosidad del puerto, mirando el mar y viendo la imagen de Carmen perderse entre
las brumas invisibles de un horizonte que escondía la estrella que cada cual tiene en el
firmamento y que, a ella, le habían robado el día anterior.
Permaneció sentada en la arena de la playa hasta que el sol le quemó los brazos y la
obligó a volver a casa. No quería regresar, tenía demasiado miedo a la soledad y a los
recuerdos, pero si hubiese sabido que Carmen estaba allí esperándola, asustada, sin saber
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